Kiss (1963) Andy Warhol.
La radicalidad y frescura de la propuesta minimalista del primer Warhol sorprende todavía por su franqueza, jovialidad y pureza. Según cuenta Jonas Mekas, Warhol dio el paso al cine tras asistir a un concierto de La Monte Young, cuya música posee un aura de mágico misticismo, y algo de esa gloria y alegría de vivir hay en este film maravillosamente mudo y elocuente por sí mismo. Es más, esta obra no sólo no precisa del sonido sino que tiene una de sus mayores virtudes en su ausencia, en el respetuoso silencio sagrado que acompaña a las imágenes y permite que sean aún más expresivas, intensas y profundas. A menudo el cine se apoya demasiado en la música, subrayando lo obvio, cosa que este encadenamiento de besos esquiva suavemente. En su sencillez es arrebatadoramente poética, cinematográfica, amorosa, erótica, ingenua, provocativa, cándida, lúbrica, terrenal, natural, celestial, divina, humana... Quizá decir que es una obra de arte, o una obra maestra sea incluso encajonar en una categoría una obra que fluye y late con tanta vida.
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